Historia y orígenes

El origen del topónimo «Beteta» se ha vinculado a diversas teorías, destacando la propuesta de Trifón Muñoz y Soliva, quien lo relaciona con «bether,» traducido como «montes de división». Sin embargo, investigaciones recientes plantean la hipótesis de que «Beteta» podría ser una forma ibérica que designa lugares donde la abundante presencia de agua favorecía una vegetación exuberante, como recoge el estudio “Beteta: agua de diosa, agua de vida”, llevado a cabo por D. Antonio Carlos Ledo Caballero.

Beteta se asienta a las faldas del castillo de Rochafrida, en un emplazamiento estratégico junto al río Guadiela, desde donde se domina el paso entre Castilla y Aragón.

La presencia humana en Beteta se remonta al menos a la Edad del Hierro, con castros íberos como el Castillo de los Siete Condes o Sicuende, La Peña del Castillo y Los Castillejos, en los cuales se conservan vestigios de la época; con toda probabilidad, existió un cuarto castro donde hoy se ubica el castillo de Rochafrida.

Los romanos explotaron salinas y recursos minerales cercanos, y establecieron rutas comerciales en la región, uniendo Beteta con Cuenca y otras áreas.

La villa se desarrolló en forma de anfiteatro, salvando grandes desniveles, alrededor de un castillo fortaleza de origen probablemente musulmán. Fue bajo la dominación musulmana cuando Beteta adquirió importancia estratégica al quedar bajo la influencia de los Banu Razin, señores de Albarracín. La construcción del castillo de Rochafrida reforzó la posición de Beteta como un punto clave de control fronterizo. Esta fortaleza se mantuvo como un bastión significativo a lo largo de los siglos, protegiendo el paso natural hacia Aragón y favoreciendo el crecimiento de la villa a su alrededor.

Aunque existen diversas teorías sobre el origen de Beteta, la primera mención documentada de la población como tal se encuentra en un escrito fechado en 1166 en el que, tras la conquista de estas tierras por las tropas castellanas, el rey Alfonso VIII, de tan solo 11 años de edad, donaba esta localidad a la Catedral de Sigüenza.

Tras la reconquista cristiana en el siglo XII, Beteta fue repoblada y fortificada, desarrollándose como una villa amurallada. Su economía creció principalmente gracias a la ganadería; por la villa pasa la Cañada Real de Beteta, una vía por la que transitaban miles de cabezas de ganado. El Fuero de Cuenca reconoció a Beteta como un importante núcleo ganadero, y en el siglo XV, bajo el control de la familia Carrillo de Albornoz, el Señorío de Beteta, formado por esta villa y sus siete aldeas, alcanzó su máximo esplendor gracias a la riqueza en pastos y a su producción ganadera.

La historia de Beteta no estaría completa sin mencionar el Real Balneario de Solán de Cabras, que alcanzó gran importancia en el siglo XVIII, y que ha otorgado renombre a la localidad gracias a la excelencia de sus aguas medicinales y a su relación con la historia a lo largo de los siglos.

El siglo XIX fue un periodo convulso para Beteta. Durante la Primera Guerra Carlista, el general Ramón Cabrera reconoció el valor estratégico de Beteta y su fortaleza. La villa se convirtió en un bastión para las tropas carlistas, quienes reforzaron las defensas del castillo, almacenaron municiones y prepararon sus instalaciones para resistir ataques. Este papel estratégico continuó durante las guerras y conflictos posteriores, aunque al término de estos enfrentamientos la fortaleza fue desmantelada y parte de sus defensas quedaron en ruinas.

A inicios del siglo XX, Beteta fue testigo del paso de las Misiones Pedagógicas, un proyecto impulsado por la Segunda República para llevar cultura y educación a zonas rurales. Personalidades como Manuel Bartolomé Cossío y María Zambrano documentaron los paisajes y costumbres de Beteta, dejando un valioso registro etnográfico.

Durante la Guerra Civil Española, Beteta no solo sufrió los estragos humanos y materiales del conflicto, sino también la pérdida de parte de su patrimonio histórico. Entre las piezas desaparecidas destacan el retablo mayor de la iglesia de 1539 y el lienzo del Cristo de los Majuelos, obra atribuida a Juan Bautista Martínez del Mazo.

Tras la contienda, el estilo de vida de la villa cambió significativamente. Las actividades tradicionales como el sector forestal, la agricultura y la ganadería dieron paso a grandes proyectos de infraestructura hidráulica. En las décadas siguientes se construyeron la central hidroeléctrica de la Fuente de los Tilos, las Librerías y el canal que conecta La Tosca con la Laguna de El Tobar, elementos clave para el aprovechamiento hidroeléctrico, incluyendo incluso un proyecto fallido para la construcción de un embalse en la vega de Beteta cuya presa se situaría en el paraje de Las Librerías. Todos estos proyectos, junto con la construcción y puesta en funcionamiento de los Altos Hornos de Beteta, supusieron un gran impulso a la economía local y una alta demanda de empleo, atrayendo a trabajadores de fuera de la comarca y contribuyendo a un proceso de modernización que aún define el carácter de la villa.

Tras la finalización de las obras hidráulicas y el cierre de unos hornos poco rentables, la economía de la villa se dirigió hacia la industria del agua mineral, que poco a poco fue adquiriendo la fama que llega hasta nuestros días. De forma paralela, Beteta se fue consolidando como un destino turístico, reforzando su infraestructura y poniendo en valor sus recursos.